No hubo una guerra, no hubo una gran rebelión, no hubo un punto de quiebre donde nos dimos cuenta de que habíamos cruzado la línea.
Solo pasó.
Hace veinte años, si alguien te decía que algún día no ibas a necesitar acordarte más de números de teléfono, direcciones o cómo llegar a tu casa, te hubiera parecido una locura.
Hace diez, si alguien te decía que tu teléfono te escuchaba las 24 horas, le decías paranoico.
Hace siete, si alguien te decía que WhatsApp reemplazaría no solo las llamadas y los mensajes de texto, sino también reuniones, trámites, ventas y hasta la forma en que las familias se organizan, hubiera parecido una locura.
Hace cuatro, nadie imaginaba que podías hablar con una máquina y que esta respondería con una fluidez casi humana, entendiendo contexto, emociones y hasta simulando sentido del humor.
Hace dos, nadie creía que los algoritmos podían influir en elecciones presidenciales sin que la gente lo notara.
Hace un año, no creías que una IA pudiera escribir, pintar o hacer música mejor que vos. Hoy, ya lo hace.
Y no solo todo eso. Hoy le consultás, le confiás decisiones, conversás y dejás que te guíe. Sin cuestionar.
Quizás te pasa como a mi. Lentamente me doy dando cuenta de lo difícil que es tomar decisiones sin un algoritmo que te ayude.
Nos dijeron que la inteligencia artificial era solo una herramienta. Nos prometieron que venía a hacernos la vida más fácil, más cómoda, más eficiente. Y en parte, no nos mintieron.
La IA ya está en todas partes. Nos ayuda a curar enfermedades, a optimizar el tráfico y a anticipar crisis meteorológicas... Nos dice qué mirar, qué comprar, qué leer… Nos traduce el mundo en tiempo real, nos ofrece respuestas antes de que terminemos de formular la pregunta. Y en ese avance, en esa cosa espectacular tecnológica que—tengo que admitirlo—me fascina y cada día me sorprende más, hay algo que nos estamos olvidando de preguntarnos:
¿Estamos usando la IA o la IA cada vez nos está usando mas a nosotros?
Porque nadie nos va a sacar la libertad con un golpe de Estado digital. No va a haber una rebelión como la de “Yo Robot”, no va a haber un día en el que despertemos y nos demos cuenta de que nos convertimos en esclavos de un sistema artificial. No va a hacer falta.
Todo parece indicar que vamos en camino a entregarle el control, agradecidos, sin que nadie nos obligue. Y lo vamos a hacer de la manera más humana posible: por comodidad.
Porque… ¿para qué decidir, si la IA lo hace mejor? ¿Para qué arriesgarse a equivocarse , si hay un sistema que te dice cuál es el camino correcto? ¿Para qué pensar, si ya hay un modelo que lo hace por vos y probablemente con mejores resultados?
El avance sin freno y la trampa de la eficiencia. No es la primera vez que la humanidad se desliza sin darse cuenta hacia un punto de no retorno. La Revolución Industrial destruyó oficios enteros antes de que la gente entendiera que su trabajo nunca iba a volver. Y ahora estamos viendo lo mismo con la IA.
Nos están vendiendo la automatización de la vida sin que nos preguntemos qué estamos perdiendo en el camino.
Pero la IA no es una entidad con conciencia, ni tiene intenciones propias. (Aún) No nos odia, no conspira en nuestra contra. No hay una mente artificial que busque someternos.
Lo que la hace peligrosa es que nos entiende demasiado bien.
No porque tenga una voluntad oculta, sino porque aprende de nuestros patrones, de nuestras elecciones, de nuestras preferencias. Nos conoce a nivel estadístico y responde con una eficiencia que el cerebro humano no puede igualar.
Nos da exactamente lo que queremos antes de que lo sepamos nosotros. Nos ofrece información tan personalizada que nunca sentimos la necesidad de buscar otra perspectiva. Nos atrapa con la suavidad de un algoritmo que nos ofrece siempre lo que queremos, hasta que olvidamos lo que es desear algo.
No es magia, no es maldad. Es optimización. Es conveniencia. Y ahí está el problema: cuando todo lo que vemos, lo que compramos, lo que creemos, está moldeado por patrones que no controlamos, dejamos de ser completamente autónomos sin siquiera notar que lo hicimos.
Nos van a decir que es inevitable.
Nos van a decir que mejora la vida.
Nos van a decir que es un avance sin precedentes.
Y cuando queramos reaccionar, ya no vamos a saber cómo. La “herramienta” se transforma en un órgano más.
Porque no va a haber un “día de la rebelión”. Solo va a pasar.
Un mundo en el que nadie se queja, porque nadie recuerda cómo era cuestionar.
Pero el problema no es la tecnología, nunca lo fue. El problema es la falta de discusión y reflexión.
Lo peor que podríamos hacer es creer que esto se va a “regular solo” como suele decir nuestro presidente.
Hace varios años, bastante antes de aparezca Milei, algunos intereses de la sociedad intentan convencernos de que la política es solo basura, los políticos casta, los estados obsoletos mientras las empresas y los genios tecnológicos son los que llevan el mundo adelante. Pero si algo nos demuestra la IA es que hay desafíos que trascienden la lógica del mercado y la ambición de los empresarios.
Este es un problema que atraviesa fronteras, que toca el núcleo mismo de lo que somos. Y no se va a resolver con un tuit de Elon Musk ni con una nueva startup prometiendo “IA ética” mientras busca inversores.
No se trata de odiar a los empresarios ni de negar la innovación. La iniciativa privada es clave, y sus logros son impresionantes. Incluso la IA. Pero su naturaleza y su función pasan por otro lado. La lógica del mercado responde a la competencia, a la utilidad, a la búsqueda de rentabilidad. Y eso está bien. Pero este no es un problema que se pueda resolver con esa lógica. Le pese a quien le pese.
Porque acá no se trata de quién lanza la IA más poderosa, ni de quién optimiza mejor sus algoritmos. Se trata de quién se hace responsable del futuro.
Y ese rol le corresponde a la política.
Quiero creer que estamos a tiempo. Todavía podemos poner límites antes de que sea irreversible.
Podemos hacer que la IA siga siendo una herramienta en lugar de un destino. Podemos exigir regulaciones que protejan la autonomía humana, que no dejen el futuro en manos de corporaciones cuyo único objetivo es la expansión tecnológica sin freno. Podemos decidir que no queremos vivir en un mundo donde la única opción sea la que nos da un algoritmo. Podemos regular las adicciones que provocan las redes sociales y hoy son la principal causa de ansiedad y depresión en nuestra generación.
No se trata de frenar la innovación. Se trata de humanizarla. De asegurarnos de que no nos convirtamos en engranajes de un sistema que ni siquiera entendemos.
Porque me animo a decir que la inteligencia artificial es la creación más poderosa que la humanidad haya hecho. Y justamente por eso, no podemos permitirnos el lujo de cederle el control sin pensar.
Si no hacemos nada, dentro de unos años, quizás ya no haya nadie que recuerde lo que estamos perdiendo.
Estas son las cosas que me gustaría escuchar en los canales de televisión, en las redes sociales, en el Congreso. Que estas sean las discusiones que ocupen nuestro tiempo, que se debatan en las universidades, en las plazas, en nuestras casas. Porque mientras perdemos tiempo en peleas estériles, en slogans vacíos, en debates que no llevan a ninguna parte, el mundo está cambiando y MUCHO. ¿Qué hacemos en este mundo con las escuelas, si la IA ya responde mejor que los docentes y la información es infitina? ¿Qué hacemos con los Estados, si la política sigue funcionando con estructuras del siglo XX mientras el poder real lo tienen las corporaciones tecnológicas? ¿Qué hacemos con la salud mental, cuando las redes nos bombardean con dopamina a cada segundo y nos convierten en adictos a estímulos diseñados para mantenernos atrapados? Estas son las preguntas que importan. Estas son las discusiones que tenemos que empezar a dar.
No dejemos de conversar. No dejemos de pensar.