En una democracia, no alcanza con que existan elecciones: también hay reglas, límites y actores que las hagan cumplir. Eso es lo que garantiza el juego limpio. Y quienes se encargan de esa tarea -los árbitros del sistema- suelen ser los primeros en ser atacados cuando el poder busca imponer su voluntad sin contrapesos.
Los árbitros no gobiernan, pero fijan las reglas. Son los que sancionan los excesos, advierten las infracciones, y -cuando es necesario- devuelven el partido al cauce institucional. En la política, esos árbitros son los periodistas independientes, las universidades, el ámbito científico, los actores del centro político que intentan construir acuerdos por fuera de las lógicas binarias.
En la Argentina de hoy, el gobierno no ataca prioritariamente al kirchnerismo, su opositor natural con el que se retroalimenta. El verdadero blanco es quienes intentan moderar y advertir. Son obstáculos que señalan que, incluso en la disrupción, hay formas que no se pueden pisotear.
Los periodistas que preguntan, no “militan” sino interpelan. Las universidades que investigan no bajan línea sino reproducen conocimiento. Los espacios del centro intentan que la política no sea una guerra santa. Y por eso molestan.
Este patrón no es nuevo. Lo vimos en Trump con los medios, en Chávez con las universidades, en Cristina con el periodismo crítico. No se ataca al rival directo: se dinamita el puente, el silbato, la regla del offside.
Porque cuando no hay árbitro, todo vale.
En la Argentina de hoy, el poder no confronta con sus rivales: desacredita a quienes ponen límites. Y cuando ya nadie se atreva a marcar la cancha, la democracia se convertirá en un show vano, con aplausos de fondo y reglas a medida.
Es la antesala de su propio funeral.