Vivimos en la era del conocimiento, pero paradójicamente, cada vez reflexionamos menos.
La información está más cerca que nunca, al alcance de una app, sin necesidad de bibliotecas ni grandes esfuerzos. Sin embargo, eso no ha traído necesariamente más cultura.
Nos cuesta diferenciar entre contenido y continente. Repetimos frases hechas, viralizamos titulares, y con ese material superficial —a veces sesgado, muchas veces incompleto— construimos nuestras propias “verdades”, que no siempre resisten el más mínimo análisis.
En lo personal exigimos excelencia.
Si un médico nos diagnostica una enfermedad grave, no dudamos: buscamos al mejor. Investigamos, preguntamos, comparamos.
Queremos trayectoria, conocimiento, resultados.
El objetivo es claro y el margen de error, mínimo.
Pero cuando se trata de lo público, la lógica cambia.
Ahí nos volvemos menos rigurosos.
Para decidir quién va a conducir los destinos del país, de una provincia o una ciudad, nos alcanza con un spot bien armado o una cara conocida en redes.
Votamos rápido y furiosos, y como era de esperarse, la consecuencia suele ser un desengaño igual de acelerado y una furia social potenciada.
Se valora lo nuevo por el solo hecho de serlo, aunque venga vacío de propuestas o formación.
Y no es una cuestión de edad: hay juventud preparada y con visión, pero también hay improvisación disfrazada de frescura. Mientras tanto, dejamos de exigir lo que tanto valoramos en otras áreas: experiencia, preparación, profesionalismo.
Estamos frente a una paradoja cultural. Era cierto que los libros no mordían, pero también es cierto que mentían menos.
Para escribir uno había que tener algo más que opiniones: hacía falta formación, capacidad, sustancia. Hoy, un “X” lo escribe cualquiera, incluso yo.
Y si se vuelve viral, se convierte en referencia. No importa si es cierto, solo importa que suene bien.
Como sociedad, somos consumidores exigentes pero ciudadanos livianos.
Para comprar un celular investigamos durante días. Pero para elegir a quien tomará decisiones fundamentales por años, apenas nos informamos. Pedimos excelencia pero votamos improvisación. Queremos soluciones, pero premiamos discursos vacíos.
Tal vez ha llegado el momento de volver a hacernos preguntas incómodas: ¿Por qué exigimos tanto para lo personal y tan poco para lo colectivo? ¿Por qué premiamos el envoltorio aunque no haya nada dentro? ¿Y por qué nos sorprende, después, que el resultado no sea el que esperábamos?.
Nada debería ser más profesional que un político y un votante. Porque así como el cáncer no se cura con un curandero, sino con un profesional del arte de curar, un país no se construye con improvisados, sino con personas preparadas para ejercer el arte de gobernar.
ES LA POLÍTICA CARAJO!!!