En Argentina, decir que “la corrupción mata” ya no es una metáfora.
Lo vimos en la tragedia de Once, con 52 personas muertas por una combinación de desidia, desinversión y complicidad política.
Lo vimos en Cromañón, donde murieron 194 jóvenes por la mezcla explosiva entre corrupción estatal y negocios sin control.
En esos casos, los muertos se contaron de a decenas, de a cientos, todos juntos, en el corazón del país, la Capital Federal.
El país entero se estremeció
Porque cuando la muerte ocurre en masa, y más aún en el distrito número uno del país, se visibiliza, escandaliza, y moviliza
Pero hay otra forma de morir por decisiones políticas, mucho más silenciosa, más dispersa, y por eso, más fácil de ignorar
Hoy, mientras el gobierno avanza con su motosierra, desmontando políticas públicas sin anestesia, los muertos no aparecen todos juntos.
Se suman de a uno, de a tres, de a cinco.
Son personas que mueren en rutas destruidas porque no hay obra pública.
Son quienes no llegan a tiempo a un hospital porque no hay ambulancia o personal.
Son chicos que no comen todos los días porque el comedor del barrio cerró.
Es la catástrofe silenciosa del ajuste: una tragedia que no ocupa titulares porque se reparte, porque no estalla en un solo momento, pero cuya suma final —en vidas y en dignidad— puede ser incluso peor
El gobierno repite que “no hay plata”, pero sí hay recursos para pagar deuda externa con tasas récord, para subsidiar a Galperin -el tipo más rico del país- o para comprar armas.
Lo que no hay es voluntad de sostener lo que no da ganancia inmediata: la educación pública, la salud, el transporte, los derechos sociales.
Sí, la corrupción mata. Y lo sabemos bien. Pero también mata el abandono, el recorte sin criterio, la crueldad planificada. Si la corrupción tiene sangre, el ajuste también la tiene —solo que más lenta, más callada, más difícil de fotografiar
Y no por eso menos real.
Nos toca, especialmente a los de mi generación que conoció lo otro y ve esto, dejar de mirar para otro lado.
No podemos naturalizar la injusticia ni aceptar que hay que elegir entre dos males.
Porque si lo que se cae no es un tren, sino un país entero, también se muere gente.
Solo que esta vez, no hay cámaras en el andén.